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Corazones sinceros, no artimañas

Corazones sinceros, no artimañas

He repasado el panorama de la COVID-19 hasta nuestros días para constatar cómo, en diferentes momentos, hasta los países de mayores recursos han tenido (y siguen teniendo) profundas crisis que provocaron numerosas muertes.
La muerte es una palabra mayor, y máxime cuando borra de nuestras vidas a un familiar o a alguien muy cercano. ¿Quién teoriza sobre ella cuando el dolor de la pérdida domina el razonamiento?
Recuerdo, durante aquella primera ola de la pandemia, en Europa, cómo los médicos debían decidir, en situaciones extremas, quiénes vivían y quiénes morían ante la falta de camas y recursos para atenderlos a todos. A mi edad –pensé entonces–, frente a lo imperioso de subir o bajar el pulgar, a mí, y a otros marcados por el mismo almanaque, nos hubiera correspondido, dolorosamente, las de perder.
O cuando en países latinoamericanos se cavaban (y se siguen cavando) apresuradas tumbas, o en Estados Unidos un presidente narcisista se reía de «la nueva gripe», mientras las astronómicas cifras de muertes indicaban que eran los negros y los latinos los más desfavorecidos.
¿Hablar de los otros para consolarnos nosotros?
En lo absoluto.
Hoy la pandemia, con sus nuevas y fatales variantes, se ha plantado fuerte en Cuba y necesitamos hacer todavía más de lo que hemos hecho, que no es poco, incluyendo las vacunas, que en unos meses deben cumplir su cometido, siempre y cuando se sostengan las disposiciones de aislamiento y protección por todos conocidas.
Pero mientras eso llega, las pérdidas humanas continúan y los sobresaltos hogareños no se detienen (ahora mismo mi hijo, de 20 años, se me planta al lado para decirme que le duele la cabeza y, por supuesto, la alarma se dis­para).
El país necesita ayuda, como antes lo necesitaron otros, con la agravante de que estamos en una situación económica empeorada por el bloqueo, esas siete letras de intenciones funerarias, que muchos torean con la ligereza de un tozudo que no entiende, o no quiere entender.
Ayudar al otro, desinteresadamente, es la más bella reverencia que pueda existir, y Cuba tiene ejemplos como para llenar páginas de un pe­riódico.
Recibir ayuda internacional para salir adelante en este tenso momento no es, pues, ninguna vergüenza, y ojalá se disparen los envíos que permitan cumplir con nuestras necesidades.
Pero condicionar «ayudas humanitarias», manipularlas con burdas intenciones revanchistas, vincularlas a campañas dirigidas a crear un caos de sobrevivencia entre aquellos que hoy necesitamos no artimañas, sino corazones sinceros extendiendo la mano, rebaja la condición humana a límites que, una vez pasada la tormenta, difícilmente serán olvidados.