Autopista a Varadero, km 3.5, Matanzas, Cuba
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“Una isla en plena autopista”

“Una isla en plena autopista”

Por: Daniela Ortega Alberto/ Revista Alma Mater
Aquella tarde todos conversaban sobre lo mismo en la cola de los churros: «En abril volvemos», «Me mandaron cantidad de guías de ejercicios», «Dicen que lo del nasobuco no es obligado». Corría el 25 de marzo de 2020, cuando el coronavirus interrumpió la vida estudiantil en la Universidad de Matanzas.
Ese mismo día, el grupo de WhatsApp de la Feu de la universidad anunciaba que a la mañana siguiente saldrían las guaguas para transportar a los internos —quienes debían cargar con todas sus pertenencias—, pues las becas serían el alojamiento de los viajeros que regresaban del exterior y debían permanecer quince días aislados. Se avecinaba una nueva era en «la Camilo»*. Entonces llegó el 29 de marzo y en plena guardia obrera el profe Adrián tuvo que regresar a su casa, meter la ropa y el aseo imprescindible en una mochila y volver a la universidad con otros tres jóvenes. Ellos serían los primeros voluntarios del Centro de Aislamiento de la Universidad de Matanzas.
Desde ese momento, el Hotelito y los Bloques E, D y B de la residencia estudiantil se convirtieron en albergues para los sospechosos y contactos de casos confirmados con COVID-19.
Ulises fue el primer voluntario que llegó a colaborar al bloque E. No había bajado su maleta del carro cuando una doctora, algo alterada, salía del edificio en busca de alguien que repartiera el desayuno. Esa fue la primera misión en la Zona Roja del joven ingeniero industrial.
«Los pacientes estaban desesperados porque no habían desayunado. Fue llegar, pedir una bata y un nasobuco, preguntar cómo era todo. Recuerdo que el desayuno era pan, huevo hervido y leche para más de 90 pacientes en 3 pisos, y yo solo con una pareja de médicos que me ayudaron. En ese momento no pensaba, solo trabajaba. Esas primeras horas me decía: “Si esto va a ser así todo los días, no voy a aguantar”, pero por suerte el cuerpo es agradecido. Luego llegaron refuerzos. No sé decir si aquella primera vez cometimos algún error, lo que sí no olvidaré es que terminamos de trabajar a las 2:00 a.m.», recuerda Ulises.
En menos de una semana la universidad yumurina cerró sus puertas al ajetreo diario del estudio para abrirlas a ómnibus cargados de familias preocupadas, taxis con medicamentos y ambulancias. En las becas el mayor problema dejó de ser «aprobar un mundial», ahora los conflictos rondaban, literalmente, entre la vida y la muerte. El campus ubicado en el km 3.5 de la Autopista Matanzas— Varadero elevó sus puentes para convertirse en isla.
Durante casi 20 meses de pandemia la sede «Camilo Cienfuegos» ha funcionado en cuatro ocasiones como institución de salud. Primero como Centro de Aislamiento para contactos de casos confirmados, sospechosos con síntomas y, desde enero del 2021, como Hospital de Campaña para pacientes positivos a la COVID-19; en los últimos tiempos, incluso, con una sala para personas con alto riesgo.
Más de 300 voluntarios, la mayoría estudiantes, han colaborado una y otra vez en la Zona Roja; algunos como Danaylis y Roberto superan las diez ocasiones. Ellos son de esas parejas que unen el amor a la valentía y hasta el más enredado de los problemas los resuelven con inteligencia y trabajo en equipo. En buen cubano «le tienen cogida la vuelta» al trabajo.
¿Historias que contar? Demasiadas: el cumpleaños número cinco de Carlita, donde recibió una rosa de papel de manos de uno de los voluntarios; la fuga del paciente Joaquín por una de las ventanas de la beca; la sábana pintada por Osvaldo con un enorme «Gracias»; las serenatas que Rogelio ofreció desde la ventana de su cuarto a una joven colaboradora. Experiencias para repletar varios libros. Sin embargo, no todas las anécdotas son sencillas de contar. Jorge David prefiere omitir el recuerdo del primer fallecido en el hospital de campaña, durante su tercera labor como voluntario.
«Ese día me tocaba a mí entrar en Zona Roja y entonces escuchamos personas corriendo y vimos a la doctora vistiéndose como pudo. Sobre las 10 a.m. nos reunió con la noticia de que había fallecido una señora de alrededor de 50 años. Ahí comenzamos a aplicar protocolos muy estrictos. Cerramos las puertas de todos los cuartos, para que no cundiera el pánico entre los pacientes. Luego accedí a ayudar a trasladar el cadáver. Subimos sobre las 7 p.m. cuando llegó el carro fúnebre, recogimos todas las pertenencias de la fallecida y colocamos el cuerpo en una bolsa blanca, lo bajamos desde el tercer piso hasta el ataúd. Eso es algo para lo que uno no se prepara, y además está la responsabilidad de respetar a esa persona y tratar de realizar todo el proceso correctamente, también por su familia», cuenta «Jorgito».
Cuando una universidad se convierte en hospital, la misión de que todo salga bien está en manos de muchos. Cocineros, choferes, almaceneros, logísticos, mensajeros, estadísticos y otros cientos de personas que laboran desde afuera para que no falte nada en la Zona Roja.
Eso sí, toda gran misión necesita de un líder que trabaje con mano fuerte y con cariño, como Nancy; quien desde abril del 2020 no descansa bien, pero se entera de cada detalle que ocurre dentro de los bloques de aislamiento. Ni ella misma conoce cuántas veces al día camina de un edificio a otro, aunque recuerda al dedillo los nombres de todos sus voluntarios. Nancy ha sido madre protectora desde el otro lado de la soga perimetral y si en algo coinciden todos los que por allí han pasado es en que, si hablamos de héroes y heroínas en tiempos de COVID, ella es la más grande.
Entre rebrotes, bajones y subidas de curva es bastante complicado contar cuántos pacientes pasaron por las becas de la casa de altos estudios matancera. Solo la memoria colectiva podrá guardar todo lo que allí se vivió, los recuerdos de cuando nuestra casa se hizo isla.
De esta manera se conoce popularmente a la Sede Central «Camilo Cienfuegos» de la Universidad de Matanzas.
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