Tracé, en el pliegue de una servilleta, con la deliberada torpeza de quien no quiere ser juzgado por su técnica, la curva suave y oblonga que descansa entre líneas rectas, que reconocen todos los que llevan al Principito de Saint-Exupéry tallado en la memoria: “¡Una boa que se ha tragado un elefante!”, dirán. Yo, sin embargo, quise develar otro secreto: dibujé, esta vez, un sombrero; un simple sombrero, como el que reposa sobre la cabeza longeva y sabia del profesor Jorge Luis Álvarez Marqués.
En esa pequeña forma, en su simplicidad, quizá quepa la lección de que la grandeza anida en lo más sencillo.
El triunfo de la Revolución sorprendió a Jorge Luis con la adolescencia a cuestas y los hombros ya familiarizados con el peso de la responsabilidad. «Mi padre era taquillero del cine de Cárdenas —recuerda—. Arrendó una confitería en el mismo cine, y allí me tocó trabajar. Las mañanas eran para la escuela; las tardes, para aprovisionar los refrescos; y las noches, para atender el local, en una jornada que solo concluía cuando, terminada la última función, recogía una a una las botellas abandonadas en la sala.»
Ansioso por participar en el nuevo proyecto político y social que emergía, y sin haber terminado el bachillerato, se incorporó a la escuela de Contadores Agrícolas que el Comandante Fidel Castro había inaugurado en Holguín. Allí, en un curso acelerado y de férrea disciplina —«iniciamos 1.200 hombres y terminamos la mitad; era una escuela más bien para formar hombres»—, se forjó para ser parte de aquel vasto programa de desarrollo ganadero, cafetalero, arrocero y citrícola que comenzaba a brotar en las granjas del pueblo y cooperativas creadas tras la Ley de Reforma Agraria.
Los años que laboró en Jibacoa, en el corazón del Escambray, lo sumergieron en el vértigo de la historia. Eran tiempos convulsos, marcados por la CIA y los grupos contrarrevolucionarios armados en aquellas mismas montañas. “El día que inicié a trabajar, los alzados habían quemado la tienda del pueblo”, comenta. Pero ni siquiera aquel ambiente de incertidumbre pudo con sus ansias de crecer.
Fue en medio de la tensión donde pasó un curso de nivelación para terminar el bachillerato y se presentó a la Universidad de Las Villas. «Pude aspirar a otra carrera —confiesa—, pero siempre la Agronomía me atrapó.» Fue también en estas montañas, bajo el sol y la lluvia, donde comenzó a usar el sombrero que, con los años, se convertiría en su sello personal, aunque en las aulas siempre prefirió la sobria solemnidad del profesor sin adornos.
Al cruzar el umbral de la universidad villareña, recuerda con una sonrisa la sentencia del vicerrector Robledo a él y a otros aspirantes: «Ustedes no tienen condiciones para estar aquí, pueden irse». Esa frase, sin embargo, no hizo más que avivar su empeño. Tal fue su dedicación, que en cuarto año ya era alumno ayudante de la asignatura Suelos, y al concluir le propusieron quedarse como profesor, donde trabajó por un periodo de ocho años.
«Llegué con un esfuerzo enorme a desarrollarme como docente universitario —reflexiona—. Yo nunca pensé quedarme en la Universidad, pero si la Revolución decía que esa era la tarea de uno… Hay que vivir ese tiempo para comprender a la juventud.» Y remata, con una lucidez que desarma toda soberbia: «Imagínate si pasé mis trabajos… yo era gago desde pequeño».
En 1975, su trayectoria dio un nuevo giro, se trasladó a la Universidad de Matanzasy tuvo la oportunidad de trabajar en la organización del nuevo inmueble que serviría de sede a la institución.
Su preparación se consolidó trabajando codo a codo con especialistas extranjeros, lo que le abrió las puertas a proyectos científicos y profesionales no solo en Cuba, sino en países como Alemania, Francia, Venezuela, España, Checoslovaquia y, durante tres años intensos trabajo, en Angola. De su estancia africana resurgen historias de una naturaleza exótica: anécdotas de cobras, de pulgas y una despreocupación casi temeraria por el riesgo.
Después de casi 60 años de trabajo, Jorge Luis se siente orgulloso de haber formado, y de continuar formando, a muchas generaciones de ingenieros agrónomos. “Es lo bonito de ser maestro —dice con emoción en la voz—, que uno puede decir: ‘Ese que está allí, yo le di clases'”. Y lo es aún más que muchos de aquellos estudiantes sean hoy sus colegas de trabajo, compartiendo la misma pasión por la tierra.
Su trato en el aula siempre, comenta, se distinguió por un profundo respeto y la equidad con la que valoraba a cada alumno. Sin embargo, sus colegas resaltan otra faceta: la de una exigencia. “Si había una práctica de campo y estaba lloviendo a cántaros”, recuerda , ” era el primero en saltar de la guagua, ahora, vamos a trabajar'”.
Un dilema existencial acompaña a Jorge Luis : “Si vuelvo a nacer, no sé si seré docente o productor. Aunque tal vez me incline por lo segundo, para probar este cariño que siento por la tierra, independientemente de que ser profesor me ha dado enormes satisfacciones y me ha permitido ser lo que soy”.
Reviso la grabación de casi hora y media y descubro, conmovido, que en ningún momento ha tartamudeado. La voz que ha narrado esta vida de esfuerzo y entrega ha fluido tan firme y clara como la convicción que ha guiado cada uno de sus pasos.
Por: Yasnier Hinojosa
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