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Céspedes el redentor

Céspedes el redentor

Por : Ernesto Limia

Le dijeron que no era posible lanzarse a la guerra, que debían esperar un año más hasta terminar la zafra para allegar dinero y preparar un mínimo de condiciones; que el desespero no los conducía a nada y nadie compartía tomar una resolución tan violenta. Se trataba de desafiar a un ejército que, entre sus tropas regulares, la Guardia Civil (policía), el Cuerpo de Voluntarios y las milicias, contaba con 78 000 hombres equipados con fusiles Minié y Berdán, de una cadencia de cinco disparos por minuto, armamento que España comenzaba a modernizar mediante la adquisición con fabricantes de Estados Unidos de fusiles Remington (modelo 1863) y carabinas Peabody (modelo 1862), de retrocarga y cartucho unitario, con mayor velocidad inicial y cadencia de fuego.

¿Desespero? Tenía 49 años de edad y habían pasado veinte desde que hablaron por primera vez de levantarse y el compás de espera se agotaba. Era imposible transitar el largo camino de una organización perfecta sin resultar descubiertos; no debían dar oportunidad a las autoridades de abortar el plan, como tantas veces ocurrió. Dos décadas pariendo una revolución cultural antes de tomar las armas, para que no se tratara del gruñido de una banda de facinerosos a la casa del poder político, sino de una vanguardia revolucionaria capaz de asumir el compromiso de construir patria junto a un pueblo que aguardaba por una señal; nadie como él sintió su latido.

Le preguntaron entonces con qué armas contaban para desafiar al poderoso ejército colonial y respondió impasible: “Ellos las tienen”. Le faltaba el don de la oratoria, esa capacidad de hechizar con las palabras que tan útil resulta a los fundadores de pueblos y no pudo contenerse ante la insistencia. No entendía de razones. Le exasperaba solo imaginarse un año más a los pies de España: “Si no me hallara tan seguro del triunfo, no me arrojaría a comprometer el destino, el provenir y las esperanzas de mi patria. A un pueblo desesperado no se pregunta con qué pelea. Estamos decididos a pelear y pelearemos, aunque sea con las manos”, respondió sin miramientos.

Y reunió en su ingenio Demajagua más de 500 hombres con 36 armas de fuego (escopetas deterioradas, trabucos y revólveres), machetes y una especie de lanza formada de pedazos de machetes afilados puestos en astas de yayas; lo creyeron suficiente…

Era el sábado 10 de octubre de 1868 y sobre las 10 a. m. la campana del central llamó a formación. Bajo un sol radiante, Céspedes pronunció las más definitorias palabras; los corazones vibraron mientras exponía con oratoria poco frecuente en los campos la doctrina que los llevaba a ensillar los caballos: “No nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, solo queremos ser libres e iguales […] demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre, constituyéndonos en nación independiente, porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos y porque estamos seguros de que bajo el cetro de España nunca gozaremos del franco ejercicio de nuestros derechos”.

Acto seguido llamó a sus esclavos a filas —53, casi la totalidad empleados en labores domésticas, pues las labores fabriles y del corte de caña eran realizadas por obreros asalariados—, proclamó su libertad y los convocó a marchar unidos para emancipar a la patria; desde ese instante se convirtieron en la compañía de zapadores del Ejército Libertador. En fracción de segundos, la figura de Céspedes, de pequeña estatura, creció. Aquel hombre, en ocasiones adusto y de ademanes aristocráticos, al renunciar a sus posesiones y privilegios de clase se transformó en símbolo y en ese camino convirtió a sus antiguos esclavos en soldados, para compartir con ellos infortunios e ideales; pasó de amo a servidor, y estaba eufórico. Todos pensaron lo mismo: con Céspedes se puede hasta morir…